Los pueblos indios no necesitamos que nadie reconozca capacidadesque todo pueblo, por el hecho de serlo posee y disfruta, como lo hemos demostrado en la historia de nuestras luchas, movimientos y rebeliones... [fragmento] Diálogos de San Andrés, diciembre de 1995
Lo que aquí se presenta es una reflexión en torno a los alcances jurídicos y políticos de los acuerdos de San Andrés, a más de veinte años que en nuestro país se realizara por primera vez en su historia nacional un verdadero ejercicio de diálogo entre los pueblos indígenas y el Estado.
El epígrafe revela el posicionamiento de los pueblos, en el grupo de trabajo número uno “Comunidad y Autonomía”, frente al documento entregado por la delegación de gobierno en los Diálogos de San Andrés; tal delegación evidenció la grave negación del espíritu y la letra de los consensos alcanzados en la primera fase de la “Mesa de Derechos y Culturas indígenas”, de manera que se tergiversaron las demandas de los pueblos arguyendo que las leyes que especificaban las diferencias “étnicas” atentaban contra la unidad nacional. Al mismo tiempo se mostró el racismo tutelar del gobierno al hacer saber a las comunidades que las reconocían “como entes o sujetos capaces de organizarse socialmente y de designar a sus representantes”. Al respecto los pueblos respondieron:
Este párrafo es racista y ofensivo, como cuando la Corona Española reconoció que los indios ´teníamos alma´ y, en consecuencia considero que ´éramos seres humanos´
Con pasos de cinco siglos recurrimos a las primeras décadas de invasión peninsular que asistieron a nuestro continente en el siglo XVI, donde a la luz de una debacle demográfica de las sociedades originarias se suscitó aquella discusión que parece ser precursora de los derechos: “los indios eran humanos o no poseían alma”; por un lado Bartolomé de las Casas se ha ubicado como acérrimo defensor y por el lado contrario Ginés de Sepúlveda.
A la luz de esta discusión se le otorgó a los indios el reconocimiento de humanos y se detuvo relativamente el genocidio, no obstante, se trataba de un contexto en el que era necesario mantener la mano de obra indígena y llenar de esclavos negros las grandes extensiones de zafra, trapiches y minas. Se trataba de mantener viva la fuerza de trabajo para el naciente capitalismo erigido sobre y a lo largo de todo el continente latinoamericano. Así, el reconocimiento de los indios como humanos en el “nuevo mundo” no era una generosidad otorgada por el régimen colonial sino una exigencia de las condiciones económicas gestadas en los albores de la llamada acumulación originaria.
Paralelamente, se suscitaron levantamientos desde el norte hasta el sur del país; desde la colonia al México independiente. Cabe rememorar algunos levantamientos protagonizados por Choles, tzotziles, tzeltales y zoques, estos entre1693 a 1727. Al filo de estas revueltas, la única que alcanzó proporciones que hicieron peligrar la persistencia del régimen colonial fue la comunidad tzeltal de Cancuc , cuyo movimiento se dió en Chiapas en 1712; este hilo se mantuvo vivo para los pueblos zoques que en 1727, a través de sus rutas comerciales, esparcieron el rumor de que la virgen de Cancuc se aparecía nuevamente llamandolos a levantarse contra los españoles para recuperar sus tierras y excedentes de producción.
Más adelante, en el Congreso Constituyente de 1824 José María Luis Mora exigió que por decreto se declarara la inexistencia jurídica de los indios y que incluso dejara de usarse la palabra indio. El incipiente Estado–nación, en una lógica del tiempo lineal, pretendió mantener su propia acumulación originaria para lo cual se hizo necesario el desmantelamiento de los bienes comunales, de ahí la instauración de las leyes de desamortización, cuyo liberalismo destruyó más comunidades en un siglo de las que la Colonia destruyó a lo largo de 300 años, recurriendo a otra ficción del derecho: la igualdad ante la ley.
¡Que nos devuelvan todas las tierras que nos han quitado! Gritaban los rebeldes chamulas en el siglo XIX. Esta sublevación constituyó uno de los pilares de un largo puente que parece ir desde la comunidad agraria, tal como era concebida y recreada por sus herederos, hasta la lucha sindical de los años treinta. Los indios contaron con el apoyo y la influencia del naciente movimiento obrero y de la tradición libertaria, como de aquel emigrado griego Plotino Rodakanaty, de Zalacosta, y de todos los alumnos de la Escuela del Rayo y el socialismo; movimiento fundado en Chalco, de donde estalló la rebelión de Julio Chávez López antecesora directa del movimiento “tierra y libertad” proclamado por Emiliano Zapata, y por otros motines que proliferaron en muchas regiones indígenas del país.
Como fruto de la primera revolución social del siglo XX, realizada con la participación decidida de los pueblos indios, el Estado que se reconstituyó en 1917 reconoció al fin, de forma limitada y solamente en lo relativo a la tierra, a los pueblos originarios. Este reconocimiento fue ambiguo, pues no incluyó los derechos preexistentes de los pueblos indios y sus territorios, los cuales son el claro fundamento histórico de la autonomía. Ese reconocimiento parcial y enteramente insuficiente siguió negando la pluralidad fundamental de la sociedad mexicana, y en la práctica, fue ignorado reiteradamente por todos los gobiernos emanados de la Revolución.
Con la estructura del partido único, la reforma agraria fue socavada mediante el cacicazgo terrateniente respaldado por el Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización y posteriormente por la Secretaria de Reforma Agraria; instancias cuyo proceder ha sido arbitrario y parcial al aprobar núcleos de población y ejidos sobre territorios comunales, con lo que se han fragmentado territorios ancestrales –que en diversos casos, incluso, la Corona había reconocido– generando con ello conflictos agrarios que son parte de los procesos de despojo.
Los principios jurídicos de la Constitución de 1917 también se vieron contrariados con el marco económico del desarrollismo, de los años cuarenta, cuya lógica progresista supuso un modelo económico de Industrialización de Sustitución de Importaciones. Una de las implicaciones de lo anterior fue la implementación de presas hidroeléctricas sobre las cuencas Grijalva y Papaloapan, a la par del desmonte de grandes extensiones de montaña para la ganadería, cuyas consecuencias fueron los desplazamientos de comunidades enteras, exacerbando la ya de por si álgida demanda de tierras.
El siglo XX se convirtió en el tiempo de los desplazamientos forzados para muchas comunidades, naturalmente que ello despertó una ola de movimientos campesinos que exigieron tierras y cuestionaron severamente el corporativismo de Estado, representado en la Confederación Nacional Campesina. Fue un momento de amplias movilizaciones políticas que a menudo fueron violentamente reprimidas.
No obstante, con el levantamiento del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, en 1994, se logró articular a los movimientos que hasta entonces habían estado reprimidos por el Estado lo que permitió incorporar plenamente las reivindicaciones de los pueblos indios al plano de la política nacional e incluso internacional.
Con ello, en marzo de 1995, se formuló una Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas, promulgada por el Congreso de la Unión. Inaudito en un país donde los contextos de guerra entre el Estado y la guerrilla han mostrado que la primera reacción oficial ante un grupo insurgente no es de orden militar o policiaco, sino la tajante descalificación de su naturaleza: se le acusa de grupo terrorista o se le descalifica como gavilla de bandidos o delincuentes comunes. Cercenando con ello sus legítimas posiciones, cercándolo mediáticamente y cerrando todo marco constitucional para marginarlo y ‘justificar’ la represión efectuada por el ejército y todo brazo armado.
Por el contrario, se abrió un espacio de negociación entre las partes en conflicto con la mediación de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) y la Comisión Nacional de Asuntos Indígenas (Conai), con lo que se logró colocar en la agenda política el tema indígena, como uno de carácter estructural contraviniendo una reducción localista. Los Diálogos de San Andrés Sacam Ch´n se convirtieron en uno de los sucesos más relevantes en la historia de los pueblos, donde el apelar a sus derechos replanteó la vida democrática de todo el país y trazó un horizonte político de transformación estructural, en cuya columna vertebral identificamos entre otros la autonomía y la tierra.
Los Diálogos se suscitaron justo en el marco de un Estado-nación que le abría la puerta al neoliberalismo, que anunciaba el acelerado proceso de privatización y el desmantelamiento de un ya obsoleto estado benefactor. El tiempo del capital marcaba el fin de las dictaduras militares en el Cono Sur, la aparente democratización, la pacificación en Centroamérica para las firmas de los Tratados de Libre Comercio y el supuesto arribo a una modernidad que suponía haber asimilado a los pueblos indios a una ciudadanía “igualitaria”.
En este contexto los planteamientos de los Diálogos de San Andrés no fueron reduccionistas ni separatistas, pues por el contrario dimensionaron el profundo problema estructural irresuelto en el país mexicano. A la luz de éste se planteó el régimen de autonomía, mismo que centró la necesidad de una transición democrática, es decir, la transformación de la relación de los pueblos y la sociedad con el Estado.
En términos de los pueblos, la autonomía propuso la remunicipalización a nivel comunal, municipal y regional, manifestó la libre unión entre comunidades, y por tanto su reconocimiento como entes jurídicos autónomos con libertad para asociarse en la constitución de municipios.
De tal manera, que en el marco de la autonomía se constituyera un Concejo Agrario que tuviera la facultad para la conciliación y resolución de conflictos agrarios entre comunidades y pueblos sin injerencia de las autoridades gubernamentales. Esto en términos concretos significaba la distensión de los conflictos y la puerta jurídica para emprender la resolución de los mismos con justicia y dignidad. A continuació se anotan tan sólo tres casos que competen a la materia:
a) el caso de los límites Chimalapas, Oaxaca-Cintalapa, Chiapas: zona que ha sido invadida por ganaderos, caciques y gobernadores de Chiapas que se escudan en una franja de ejidos tzotziles.
b) el caso de la región wirraritari: en la comunidad de San Sebastián Teponahuaxtlán desde 1995 se manifestó la invasión de 22 mil hectáreas por parte de los ganaderos nayaritas de Puente de Camotlán. Zona que presenta un conflicto agrario irresuelto hasta nuestros días, que se ha agudizado y ha sido motivo del asesinato de los wirraricas Miguel y Agustín Vázquez Torres, en mayo de 2017.
c) el caso de los pueblos ikoots de San Mateo y Santa María del Mar: es un conflicto de data colonial que se ha agravado por una arbitrariedad agraria que se refiere a la sobreposición de resoluciones presidenciales otorgadas por el Departamento de Asuntos Agrario y Colonización y la Secretaría de Reforma Agraria. Actualmente agudizado por el acecho de los parques eólicos.
Por ello, el régimen de autonomía proponía conducir a una nueva estructura territorial y organizativa del país, que corrigiera el desmembramiento y fragmentación causados por la acción de los procesos de dominación y explotación, apostando a construir una sociedad desde su base. Ello iría al fondo de la problemática de comunidades que se encuentran divididas.
Para tal efecto, se propuso que se debía establecer en la Constitución un régimen de autonomías, mediante reformas a los artículos 3º, 4º, 27º, 41º, 73º, 115º y 116º, con el cumplimiento del Convenio 169 de la OIT. A modo que la argamasa jurídica otorgara jurisdicción sobre los territorios indígenas para que en ellos pudieran ejercer plenamente la libre determinación. Así, se señaló puntualmente que el modelo no debería ser único y uniforme sino tendría que ser un tejido jurídico que “garantizara el libre ejercicio de las capacidades diferenciadas”, de tal manera que cada pueblo pudiera dar a su autonomía la forma, contenido y alcances que quisiera y pudiera, en el plano de la comunidad, el municipio, la región autónoma y el pueblo en su conjunto.
Ello implicaba retomar el espíritu de la Constituyente de 1917 promoviendo una reforma al Artículo 27 y sus diferentes leyes reglamentarias, que asegurara: la inembargabilidad, inalienabilidad e imprescriptibilidad de los territorios; el acceso a la tierra a mujeres y hombres carentes de ella; el fraccionamiento de latifundios para satisfacer las necesidades agrarias; la prohibición a las sociedades mercantiles y a los bancos para ser propietarios de tierras; el reconocimiento de las comunidades de hecho; la restitución de tierras, bosques y aguas a los pueblos indígenas; y la resolución del rezago agrario.
No obstante, el tema de la tierra y el territorio significó un gran disenso entre las partes dialogantes. La propuesta de retomar el Artículo 27 Constitucional fue completamente negada por la delegación gubernamental desde el inicio de los Diálogos, ello reflejo así el margen neoliberal al que se encontraba supeditado el Estado.
Otro de los disensos fundamentales fue que el Estado no reconocía la existencia de pueblos indios y por el contrario los reducía al término de etnias o grupos indígenas, esta diferencia es sustancial en términos jurídicos ya que el carácter de grupos indígenas los enmarcaba como entidad de interés público mientras la exigencia de un reconocimiento como pueblos indígenas buscaba el carácter de sujetos de derecho público, recobrando con ello la facultad de autogobernarse y de decidir sobre sus territorios rompiendo con la tutela estatal.
Así, la lucha por la autonomía que el EZLN y los pueblos pusieron sobre la agenda nacional no se enclaustraba en una demanda únicamente indígena, por el contrario, para su cabal cumplimiento exigía cambios profundos en las relaciones económicas, sociales y políticas en todo el país. Desde esa lógica una verdadera transformación no podía reducirse al reconocimiento de determinados derechos indígenas al margen del sistema económico. Es decir la profunda reforma al Estado no se reducía a una exigencia integracionista de los pueblos a la nación y no debe confundirse con un reformismo al margen del capital, pues por el contrario el espíritu de sus planteamientos anunciaba una revolución en ciernes, llamando a la necesaria realización de una nueva Constituyente.
La agudeza de las mujeres en el grupo 4. Situación, derechos y cultura de la mujer indígena, plasmó con mayor contundencia el carácter estructural de la problemática al trazar la más grande de las utopías, aún vigente y pendiente: “un cambio global al modelo económico, político, social y cultural, para modificar las relaciones del Estado con los Pueblos Indios” “un nuevo pacto social, que implique un nuevo marco jurídico y un nuevo modelo de desarrollo”. Después de subrayar que la lucha de las mujeres no es contra los hombres, ellas enfatizaron que la autonomía se debe a “un nuevo pacto que incluya a los pueblos indios, respetando su libre determinación en la construcción de espacios propios en donde ejerza el autogobierno, y donde las mujeres tengan una participación real; que los hombres no hablen por ellas.”
Los Diálogos de San Andrés de 1995 a 1996 de donde nació el Foro Nacional Indígena, antecedente directo del Congreso Nacional Indígena (CNI), han representado un caso singular en la historia de los pueblos de Latinoamérica, esto debido a la capacidad de sistematización de las demandas históricas y denuncias que fueron traducidas a un lenguaje jurídico capaz no sólo de interpelar al Estado, sino también de llamar a la sociedad civil y a sus diversos sectores; esto último implicó poner sobre la mesa no sólo los derechos indígenas sino la vida democrática y la orientación económica de todo el país. Desde esa lectura los derechos de los pueblos abren la puerta a “un mundo donde quepan muchos mundos”.
Los acuerdos de la mesa uno –de las seis que fueron contempladas en la agenda del Diálogo– se firmaron el 16 de febrero de 1996. La traición y negativa del Estado a reconocerlos se debió principalmente a su servilismo a la lógica de acumulación por desposesión, cuyo horizonte depredatorio aseguraba la ola de megaproyectos extractivos que acechan hasta hoy los territorios indígenas del país.
En 2001, la reforma constitucional en materia de derechos indígenas aprobada por el Congreso de la Unión dio la espalda a los puntos medulares de los Acuerdos de San Andrés y de la iniciativa de la Ley Cocopa. Definió a los pueblos indios como “entidades de interés público” y no como sujetos de derecho público, es decir, se les consideró grupos pasivos de programas asistenciales del gobierno y no como titulares de derechos políticos. La reforma siguió subordinando a los pueblos indios y desconociendo la titularidad de sus derechos políticos, territoriales y económicos como pueblos de culturas diferentes; o sea, se siguió considerando sólo como ficción jurídica la composición pluricultural de México.
Lo cierto es que la ley para el diálogo, que obligó a las dos partes el cese al fuego, fue socavada por el Estado y detrás del tenso silencio, suscitado por la traición de los acuerdos, la paz fue cercada, se continuó y se extremó el cerco militar. Basta leer los documentos militares del Plan Chiapas para identificar el proceso de desgaste militar y social al que sometieron al EZLN, el primero con la fuerza militar y el segundo ejecutado mediante los grupos paramilitares y los conflictos intercomunitarios. Así, el desgaste político lo iniciaron contundentemente Ddesde la negativa oficial a concretar los primeros Acuerdos de San Andrés.
Con el desconocimiento de los acuerdos y el impedimento de una paz digna, el Estado optó por administrar la guerra contra los pueblos. A más de 20 años de los diálogos interrumpidos, la estrategia de Estado ha radicado en marginar de la agenda política nacional los derechos de los pueblos y cercar mediáticamente la represión que se ejerce contra ellos.
A contrapelo, los pueblos siguen ejerciendo su autonomía de hecho, sobre todo en los ámbitos de seguridad, comunicación; en intentos de conciliar de comunidad a comunidad los conflictos agrarios y el carácter inembargable, imprescriptible e inalienable de los territorios se ve plasmado en diversos estatutos comunales que hacen frente a los megaproyectos extractivos. El CNI sigue retomando los Acuerdos de San Andrés como ley propia. Ostula, Cheran, Tila y las Juntas de Buen Gobierno zapatistas, por mencionar algunos casos más visibles, muestran la brecha que hace el caminar de la autonomía hacia una definitiva impugnación de las relaciones de dominación capitalista.
A 100 años de la constituyente emanada de la Revolución mexicana y exactamente a 34 años de la fundación del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, el 17 de noviembre de 2017 el gobierno comunitario de los municipios de Chilón y Sitalá, Chiapas declararon el ejercicio de su libre determinación y autonomía para nombrar a sus autoridades, respaldados en los aún vigentes Acuerdos de San Andrés y en el reconocimiento pleno del Concejo Indígena de Gobierno, a más de 20 años de los ASA las comunidades tzeltales manifiestan:
El Estado debe promover el reconocimiento, como garantía constitucional, del derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas que son los que descienden de poblaciones que habitaban el país en la época de la conquista y la colonización y del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que cualquiera que sea su situación jurídica conservan sus propias instituciones sociales, económicas, políticas y culturales, o parte de ellas (…) podrán en consecuencia decidir sobre su forma de gobierno interno y sus maneras de organizarse política, social, cultural y económicamente. El marco constitucional de autonomía permitirá alcanzar la efectividad a los derechos sociales, económicos, culturales y políticos con respecto a su identidad.
Acuerdos de San Andrés Sac`amchen de los pobres, 16 de febrero de 1996.
Fuentes
> García de León, Antonio, Resistencia y utopía memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la provincia de Chiapas durante los últimos quinientos años de su historia, ed. Era, México, 2002.
Montemayor, Carlos, 2009, Chiapas la rebelión indígena de México, ed. Debolsillo, México
> Foro Nacional Indígena, Resolutivos de las mesas de trabajo y sesiones plenarias realizadas en San Cristóbal de la Casas, Chiapas, del 3 al 9 de enero de 1996, en Revista de la Cultura de Anáhuac, número doble especial, 76–77, Ce-Acatl, México.
> S. A. “Resultados de la primera fase de la mesa de diálogo e San Andrés. Derechos y Cultura Indígena.” En Revista de la Cultura de Anáhuac, número 73, Ce-Acatl, noviembre de 1995, México.
> Tercera fase. Mesa de Trabajo 1 “Derechos y Cultura Indígena” Diálogos de San Andrés, 1996, en Revista de la Cultura de Anáhuac, número doble especial 78-79, Ce-Acatl, México.
Josefa Sánchez | Revista Palabras Pendientes # 13 Nuestros Derechos en Disputa | Julio 2018